¡Bienvenid@ al club de insomnes! Donde las pesadillas son nuestras fieles compañeras y el café, nuestro mejor amigo. ¿Listo para otra noche sin dormir?

MICRORELATO

Agnes se balanceaba entre la vigilia y el tormento, como una funambulista caminando sobre un alambre fino y afilado. Cada mañana, al despertar, la pesadilla la asfixiaba, susurrando acusaciones en su oído y envolviéndola en un manto de terror. Aunque su corazón latía con fuerza, las emociones se habían vuelto difusas, como si un velo opaco cubriera su ser interior.

Aquella mañana los primeros rayos de sol se colaban a través de las rendijas de las contraventanas, pintando líneas doradas en el rostro de Agnes. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, erizando su piel. Un temblor involuntario la sacudió, un espasmo que la arrancó del abismo onírico y la devolvió a la realidad con brusquedad. Sus ojos se abrieron de golpe, un destello de terror en su mirada que reflejaba el horror de la pesadilla que aún la perseguía. En el caleidoscopio de su mente, un remolino de imágenes en blanco y negro volteaba frenéticamente. En el callejón de su pecho, las emociones se ensombrecían de forma inexorable conforme se adentraba en lo más profundo. La pesadilla, fiel a su cita nocturna, la había visitado de nuevo.

En el laberinto de espejos, Agnes se perdía a sí misma, cada reflejo una imagen grotesca de su ser. Los susurros se convertían en un rugido de odio, una avalancha de palabras que la aplastaban bajo su peso. La mano que la empujaba era ahora una bestia feroz, lista para devorarla. Agnes se precipitaba hacia el abismo, un torbellino de oscuridad que la desintegraba. Su cuerpo se deshacía en pedazos, su alma se fragmentaba en mil pedazos, y solo un terror infinito la acompañaba en su caída libre hacia la nada.

Con las piernas temblorosas que apenas podían sostener su peso, se levantó de la cama dejando un rastro de huellas húmedas en el suelo frío. Se dirigió al baño, buscando refugio en el agua fría. que no aplacaba el fuego que ardía en su interior. Se miró en el espejo, observando la máscara demacrada que ocultaba su verdadero ser. Sus ojos eran dos abismos oscuros, pero no reflejaban la profundidad del dolor que albergaban en su interior. El sudor bañaba su piel, mientras sus manos temblorosas se aferraban al lavatorio, con la fuerza de la desesperación, buscando en la fría porcelana un asidero a la realidad que se le escapaba entre los dedos.

Un sollozo, nacido del dolor más profundo, desgarró su garganta, un alarido gutural que rasgaba el silencio de la madrugada. Era el rugido de un corazón que se desmoronaba, una súplica desesperada por un alivio que no llegaba. Las lágrimas, bálsamo y fuego, embalsamaban las cicatrices mientras cauterizaban el dolor, dejando una marca indeleble de la batalla que había librado.